El arte tiene el privilegio de ser considerado una salida a las capacidades transformadoras del hombre. Y el dolor, en ese sentido es uno de los temas más fecundos pues el ser humano artista o no no, en algún momento de su vida ha conocido de cerca o de lejos el dolor y si es artista, indefectiblemente repercutirá en su obra.
El artista y con él el arte puede plasmar las diversas experiencias, a modo de explicación personal o como un motivo más de su ingente capacidad algún tipo de dolor vivido. Se dan así una doble vertiente: por un lado expondrá el tema como detalle de la vida y por otro servirá para que se conozca al autor; algo así como aquellas dos máximas literarias del arte por el arte, como capricho y el arte como experiencia, como escuela, como necesidad.
El dolor, como forma es anecdótica y desde la perspectiva formal no se explica, sólo se ejemplifica como manera de testimonio, de recuerdo.
El dolor es una condición humana que afecta a cada persona y que se siente como algo propio, algo único. Aun así, es una experiencia vital compartida, universal y atemporal que soportamos por el simple (o no tan simple) hecho de existir.
Su representación en el arte existe desde los orígenes y se mantiene hoy en día. Existe el tópico (bien nutrido por la propia Historia del Arte) de que si eres artista estás condenado a sufrir. Tu visión y tu actitud ante la vida te va a crear heridas profundas en las que podrás meter el dedo y sacarlo manchado tanto de sangre como de oro.